En grupo juvenil, una reflexión sobre la muerte parece sin sentido, y sin embargo da luz a la vida

El pasado día 2 de Noviembre y con motivo de la festividad del “día de los difuntos”, unos cuantos amigos del grupo Alborada de Cáceres nos reunimos para hacer juntos una visita al cementerio de nuestra ciudad.

Para muchos, el simple hecho de hablar o siquiera pensar en el tema de la muerte o, incluso, el entrar en un cementerio con la sola idea de pasear y rezar, sin tener a nadie concreto a quien visitar allí, sigue y seguirá siendo algo tabú y en lo que es preferible no pensar, ni dedicar tan siquiera un minuto de nuestro valioso tiempo.

Y, sin embargo, esta actividad que nosotros hicimos y que ya hemos repetido en años anteriores, supuso una oportunidad única y, me atrevería a decir, un privilegio, para salir de allí con más ganas aún de disfrutar a tope de la vida y aprovechar mejor el tiempo del que disponemos.

En nuestro paseo entre cada una de las tumbas, panteones y nichos que allí había, fuimos aprendiendo y reconociendo auténticas y hermosas lecciones muy válidas para nuestra vida: nos dimos cuenta, ante todo, que no somos dueños de nuestra vida y que, en realidad, no sabemos qué día seremos llamados; algunos nos dejaron después de vivir muchos años, pero otros, en cambio, se despidieron de nosotros a una edad demasiado temprana. De ahí la importancia de que seamos conscientes de que “no tenemos tiempo para perder tiempo”.

¡Cuántas veces nos hemos sorprendido a nosotros mismos pensando en lo rápido que pasa la vida! y, así, incluimos en nuestro lenguaje frases tan populares como la de: ¡Si parece que fue ayer!, sin darnos cuenta realmente de lo frágil y corta que puede llegar a ser la vida.

En nuestro recorrido y delante de la tumba de alguno de nuestros familiares o amigos, tuvimos la ocasión de rezar juntos una pequeña oración, como recuerdo agradecido por su presencia entre nosotros y el deseo de que ahora, en su descanso, se encuentren cerca del Señor.

Y, al pasar cerca de algunos panteones grandes y majestuosos, casi al lado de olvidados rincones donde sólo se veían viejas cruces oxidadas al pie de amontonados bultos en la tierra, sin ni siquiera tumbas ni flores, nos dimos cuenta que da igual el número de títulos y premios que hayamos obtenido o la poca o mucha cantidad de dinero que hayamos podido acumular a lo largo de los años: al final, bajo tierra, todos somos iguales y, en el último momento, no podremos llevarnos nada de todo aquello que, durante nuestra vida, hayamos querido alcanzar y conservar con tanto celo.

Fuimos conscientes de que, en realidad, lo que permanece y durará siempre será el amor que hayamos podido regalar a las personas que nos han acompañado en el camino de la vida, pues, al fin y al cabo, “el que da siempre está en el corazón del que recibe”.  

Aquel día, en mayor o menor medida, todos regresamos a casa con el propósito de intentar no dejarnos arrastrar por las prisas y las preocupaciones de cada día y aprender a disfrutar de todo lo que existe a nuestro alrededor.

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