Evaluando el III Encuentro de la Familia Pavoniana y cerrando el Año Mariano

Queridos hermanos y laicos de la Familia pavoniana,

     Mientras en la Iglesia continúa la celebración del Año de la fe, en la Congregación, con este mes de agosto, podemos concluir el Año mariano. Durante este año hemos tenido la oportunidad de detenernos con mayor y un poco más de profundidad sobre la figura y el papel de María en el misterio de la encarnación, en la historia de la Iglesia y en la vida y misión de nuestra Congregación.

     El icono del episodio de Caná, sobre el que se desarrolló el documento del Capítulo general de 2008, nos ha inspirado y sigue iluminando nuestro camino.

     El Año mariano ha alcanzado su culmen en el III Encuentro interprovincial de la Familia pavoniana, celebrado este mes de julio, el sábado 7 y el domingo 8, en Brescia y Saiano. Una vez más, ha sido una experiencia que ha logrado un gran éxito, tanto por la numerosa participación, cuanto por el clima gozoso y la intensidad de los testimonios, de la condivisión y de los significativos momentos de oración.

     Estos últimos, el sábado por la mañana en nuestro santuario de la Inmaculada, junto a la tumba del beato Padre Fundador, y culminando el sábado por la tarde con la peregrinación y celebración eucarística en el santuario de la Virgen de las Gracias, concluyeron el domingo con la subida a Saiano, hasta la “alcoba de la luz”, donde, conmovidos, acogimos nuevamente el testamento del padre Pavoni: Tened fe, amad a Jesús y a nuestra querida Madre María.

     Se termina el Año mariano, pero no termina nuestra sólida devoción a María, ni termina su continua intercesión por nuestra Congregación. A ella nos confiamos todos los días, hasta que llegue el momento del paso de nuestra vida de este mundo al Padre (Jn 13, 1), como rezamos en el Ave María: Maria … ruega por nosotros, pecadores, ahora y en la hora de nuestra muerte.

 

María … ruega por nosotros … en la hora de nuestra muerte

     La oración del Ave María nos recuerda continuamente la hora de nuestra muerte. La muerte es una realidad ineludible para el hombre. Pensar en la certeza de este momento que antes o después lo aguarda, suscita miedo y angustia en el hombre. Porque con la muerte toda la realidad de este mundo se desvanece, humanamente se pierde todo. Por eso el hombre tiene la tentación de alejar su pensamiento de la muerte y de arrojarse sobre las cosas de este mundo como si tuviera que vivir para siempre.

     Sin embargo, cuando nosotros rezamos el Ave María, que finaliza con la palabra muerte, no experimentamos angustia; al contrario: nos acompaña un sentimiento de serenidad y paz. ¿Por qué? No porque, incluso para el que cree, la muerte no constituya un paso difícil y doloroso, sino porque la fe en el Señor proyecta una luz nueva sobre este misterio.

     Dios ha creado al hombre no para la muerte, sino para la vida. Dios no ha creado la muerte (Sab 1, 13). La muerte entró en el mundo con el pecado (Rom 5, 12). Pero el pecado y la muerte han sido vencidos para siempre en la muerte y resurrección del Señor Jesús. Voy a prepararos un sitio (Jn 14, 2), aseguró Jesús a sus apóstoles (y en ellos también a nosotros) durante la última cena, en la víspera de su Pascua.

     Con el bautismo hemos sido sepultados en la muerte de Cristo y hemos renacido a una vida nueva. La Iglesia de los primeros siglos, siguiendo a san Pablo (cf. Rom 6, 2-4), dio este significado al bautismo: el cristiano ya ha dejado atrás la muerte; ante él está la vida, destinada a la casa del Padre. Para el cristiano el tiempo ya no es “kronos”, es decir, tirano y enemigo, sino “Kairos”, o sea, situación favorable, realidad amiga, en la que el cristiano experimenta el amor de Dios, en espera de la resurrección y de la vida eterna.

     En este sentido, san Francisco puede considerar y llamar hermana a la muerte. En este sentido también nosotros, rezando a María, confiamos en que ella estará a nuestro lado durante toda la vida y sobre todo en el momento de la muerte, en el momento del paso de este mundo al Padre. Y cuando el hombre siente cerca de él la ternura, el afecto y el cuidado de la madre, eso le ayuda a superar cualquier miedo y a afrontar con fe cualquier situación. María es para nosotros una verdadera madre; lo experimentamos y le pedimos experimentarlo en el momento de la muerte.

 

Si hemos muerto con Cristo, creemos que viviremos con él (Rom 6, 8)

     La muerte es una realidad indisociable de la vida del hombre. El hombre necio aparta el pensamiento de la muerte y corre el riego de malgastar su vida en vanidades y placeres ilusorios, en fiascos para él y para sus relaciones con los demás. El hombre sabio, teniendo en el fondo el pensamiento de la muerte, afronta la vida con responsabilidad hacía sí mismo y hacia los demás. El cristiano alimenta su sabiduría en la luz de la palabra de Dios e imitando los ejemplos del Señor Jesús. Sentirse inmerso en la muerte de Cristo a través del bautismo, lo lleva a vivir la vida nueva en Cristo y a enfocar su existencia, relativizando cualquier cosa ante el valor del reino de Dios, que ya está presente en esta vida y que hallará plenitud en la eternidad, después del paso por la muerte.

     En un himno litúrgico rezamos: La muerte no nos sorprenda prisioneros del mal. San Pablo afirma con fuerza: Consideraos muertos al pecado, pero vivos para Dios en Cristo Jesús … Poned vuestros miembros al servicio de Dios como instrumentos de justicia (Rom 6, 11.13). La certeza y el pensamiento de la muerte, así como el sentirse en Cristo criatura nueva (cf. 2 Cor 5, 17), lleva al bautizado a enfocar la propia vida según la enseñanza del evangelio. Jesús no le impide valorar lo que es auténticamente humano, sino que lo invita a buscar sobre todo el reino de Dios y su justicia (Mt 6, 33).

        En esta perspectiva, como religiosos hemos acogido la llamada del Señor a «representar y reproducir el género de vida escogido por el mismo Cristo con el fin de entregar a Dios y a los hermanos lo mejor de sí mismos, renunciando, por amor, a construir de forma autóno­ma la propia existencia, a fundar la propia familia, a poseer y usar de forma indepen­dien­te los bienes materiales. Esta plena consagración ... prefigura y anticipa la condición definitiva de los resucitados» (RV 23-24). Así se expresa nuestra Regla de vida, que nos presenta la figura de María como ejemplo y sostén para llevar a cumplimiento este proyecto de Dios sobre nosotros: «En este arduo camino nos sostiene el ejemplo de María: pobre, porque en ella todo es don; obediente, porque cumplió la palabra del Señor; virgen, por su amor único al Padre; con­sagrada totalmente a la persona y a la obra de su Hijo» (RV 38).

 

Agenda de agosto

     El próximo sábado, 3 de agosto, en Karen (Eritrea), el diácono Andom Abrehe Sium será ordenado sacerdote por el eparca de la ciudad, Kidane Yebio. Compartamos la alegría de nuestras comunidades de Asmara y recemos por este hermano nuestro a fin de que siempre se sienta sostenido por la gracia del Señor en la nueva identidad y en el servicio que asume a través del sacramento del orden.

     Con él recordamos también a los dos jóvenes mexicanos, Gerardo y Manuel Alejandro, que están finalizando el noviciado en Villavicencio (Colombia) y que el día 13 emitirán la primera profesión en San Juan de los Lagos.

     El 8 al 18 está programada, en la Capuchina de Longo, una experiencia de espiritualidad y servicio para los jóvenes, organizada por la comunidad local con la colaboración de los hermanos de la comisión de pastoral juvenil y vocacional.

     En la semana del 25 al 31 de agosto en Lonigo y en Valladolid se tendrán los ejercicios espirituales, al final del periodo estival y en vísperas del comienzo del nuevo año de actividad.

     Terminará el Año mariano pero seguimos bajo el manto de «nuestra querida Madre María». Hagamos nuestra la oración que le dirige, al concluir la encíclica Lumen fidei, el Papa Francisco: «¡Madre, ayuda nuestra fe! … Y que esta luz de la fe crezca continuamente en nosotros, hasta que llegue el día sin ocaso, que es el mismo Cristo, tu Hijo, nuestro Señor» (60)

     Os abrazo a todos en el nombre del Señor.

p. Lorenzo Agosti

 

Tradate, 31 de julio de 1013, memoria de san Ignacio de Loyola, protector de la Congregación.