Queridos hermanos y laicos de la Familia pavoniana, en el umbral del Año de la fe y en los primeros pasos del Año mariano en la Congregación, mientras compartimos las inquietudes y esperanzas de toda la humanidad, resuena en nuestro espíritu la primera palabra que el ángel Gabriel dirige a María en el momento de la Anunciación: Alégrate.
“Alégrate” (Lc 1, 28)
Es el saludo que Dios, por medio de ángel, dirige a María. Lo que va a suceder, lo que va a acontecer en ella, constituye un motivo de gran alegría: para ella y para toda la “casa de Jacob” (1, 33). A Dios le preocupa la alegría del hombre, la alegría de la humanidad. Su acción siempre aporta alegría. La alegría verdadera del hombre radica en el Señor, viene del Señor, proviene de la disponibilidad a su voluntad, del serle fiel. Ésta es la experiencia de María.
El hombre aspira a la alegría, desea la alegría. Sin embargo muchas veces la vida le reserva pruebas y sufrimientos, que son lo contrario a sus aspiraciones más profundas. Son pruebas y sufrimientos que tienen diferentes causas: pueden provenir de enfermedades psico-físicas o morales, de sus malas acciones y de los consiguientes remordimientos, de desgracias y lutos, de fracasos, de fatigas y privaciones, de enemistades, discrepancias e incomprensiones con los demás, de falta de trabajo y de perspectivas de futuro, de situaciones de miseria y empobrecimiento… Y el listado podría seguir.
El hombre trata de salir de esta condición de todos los modos posibles, con sus fuerzas y con la ayuda de alguien en quien pueda confiar. Y cuando se vuelve a levantar, o cuando estas pruebas no oscurecen el horizonte, su tendencia natural es la de buscar la alegría en las cosas de este mundo, en las satisfacciones que pueden proporcionarle el gozar de tantos bienes. Pero el placer y la diversión no le bastan, no son lo mismo que la alegría.
El hombre aspira a una alegría verdadera y profunda, que no merma, que pueda durar por siempre. Es el Señor quien ha puesto en nuestro corazón este deseo, esta aspiración. Y sólo el Señor es quien puede satisfacer plenamente, en este mundo y en la eternidad, el deseo de la alegría presente en nosotros.
“Cambiaré su tristeza en danzas” (Jer 31, 13)
La historia de la salvación (como la palabra de Dios muestra), la historia de la Iglesia y de la humanidad, y nuestra misma experiencia personal nos confirman esta verdad. Las pruebas y los sufrimientos de la vida los permite el Señor para curarnos del egoísmo y de la maldad, para purificar nuestras aspiraciones, para que seamos capaces de amor verdadero, para que nos abramos a un estilo de vida digno del hombre y de nuestro ser hijos de Dios. Jesús mismo pasó por el sufrimiento y la muerte en cruz, para vivir y expresar de la manera más grande el amor al Padre y a la humanidad; la resurrección y la glorificación han sido el resultado de este anonadamiento.
El Antiguo y el Nuevo Testamento afrontan frecuentemente el tema de la alegría, en sus manifestaciones y en sus fuentes. “Dichoso quien teme al Señor y ama de corazón sus mandatos” (Sal 112/111, 1). “Hay más dicha en dar que en recibir” (Hech 20, 35). Y las citas pueden ser muchísimas.
De particular interés son los textos en que Dios manifiesta su actuación con la que transforma una situación de sufrimiento en un estado de alegría. Como en el pasaje del profeta Jeremías: “Convertiré su tristeza en gozo, los alegraré y aliviaré sus penas” (31, 13). En la perspectiva de su misterio pascual, Jesús anuncia a sus apóstoles: “Vuestra tristeza se convertirá en alegría” (Jn 16, 20).
En la reflexión cristiana encontramos una hermosa y profunda expresión en la novela de Alejandro Manzoni, Los novios, cuando se afirma que el Señor «nunca turba la alegría de sus hijos, si no es para prepararles una más cierta y más grande» (VIII).
Las bienaventuranzas evangélicas (Mt 5, 1-12) representan el punto culminante de la enseñanza bíblica sobre la alegría. Muestran la experiencia misma de Jesús y proclaman la alegría de quienes, como él, viven los valores de la pobreza de espíritu, del llanto, de la mansedumbre, de la misericordia, de la limpieza de corazón, trabajan por la justicia y por la paz y son perseguidos a causa de la justicia y de la fe en él.
“Bienaventurada la que ha creído” (Lc 1, 45)
Y exactamente en la fe es donde se halla la raíz de la bienaventuranza de María, como proclama Isabel: “Bienaventurada la que ha creído, porque lo que le ha dicho el Señor se cumplirá”. La alegría de María proviene del Señor y se robustece en la fe en el Señor. En María hay una estrecha unión entre vida de fe y alegría. María es dichosa porque ha creído.
Para nosotros, Familia pavoniana, vivir el Año de la fe y mariano significa intensificar nuestra fe en el Señor, según el ejemplo y con la ayuda de María. Y, al mismo tiempo, experimentar cada vez más que justamente en la fe en el Señor es donde se encuentra el fundamento de nuestra alegría.
A nuestra vida no le faltan tribulaciones y fatigas. La fidelidad al Señor y a nuestra vocación, así como el empeño cotidiano en las tareas que hemos asumido o que nos han confiado, nos exigen entrega, amor y espíritu de sacrificio. La fe en el Señor nos ayuda a comprender y nos lleva a experimentar que no existe ninguna situación en la que el Señor nos abandone. Nuestra vida está en sus manos amorosas. Confiar en él en cualquier momento de dificultad y obedecer en todo su palabra y a su voluntad se convierte para nosotros en fuente de alegría auténtica. Como Jesús asegura a los apóstoles: “Si guardáis mis mandamientos, permaneceréis en mi amor … Os he hablado de esto para que mi alegría esté en vosotros, y vuestra alegría llegue a plenitud” (Jn 15, 10-11).
De aquí brota para nosotros la exigencia de testimoniar la alegría de nuestra fe, de testimoniar con coherencia y alegría nuestra vocación. De aquí mana y se convierte en algo natural para nosotros, en la educación de nuestros chicos y jóvenes (así como con todas las personas que tenemos confiadas), llevar a descubrir, a través de nuestro ejemplo y de nuestras palabras, dónde está la fuente de la verdadera alegría; descubrimiento que transforma en satisfactorias también las alegrías que se experimentan en el sano goce de los bienes del mundo.
Este itinerario forma parte integrante de todo proyecto educativo cristiano y está claramente contenido en nuestro proyecto educativo pavoniano.
Nos ayude María en este camino y en este compromiso. Y cada vez que durante el día nos dirijamos a ella con la oración del Ave María, recordemos que hacemos nuestras las palabras del ángel Gabriel y repitamos su saludo: Alégrate. “Alégrate, María, y haz que también nosotros sintamos siempre alegría en el Señor y seamos sus testigos, portadores y educadores de esa alegría”.
“Tened fe, amad a Jesús y a nuestra querida madre María”
Estas palabras, en boca de nuestro Padre Fundador, como último testamento a sus “hijos”, mientras en Saino estaba a punto de partir hacia Dios, pueden constituir para nosotros el hilo conductor de este Año mariano; y serán el tema del III Encuentro interprovincial de la Familia pavoniana, que se celebrará los próximos días 6 y 7 de julio de 2013 en Brescia. Entiendo que, para nosotros, representan la síntesis de lo que quiere significar en particular este año.
El inicio oficial del Año de la fe, como sabemos, será el 11 de octubre, en el 50º aniversario de la apertura del Concilio Vaticano II. En esos días se estará desarrollando el Sínodo de los Obispos sobre La nueva evangelización para la transmisión de la fe cristiana.
El domingo 21 el Papa proclamará santos a siete beatos, entre ellos Juan Piamarta, que en Brescia acogió el testimonio del carisma del padre Pavoni. Compartimos la alegría de la Congregación religiosa que fundó, la Sagrada Familia de Nazaret, tan cercana a nosotros por su origen, inspiración y misión educativa.
La agenda del mes de octubre prevé las siguientes citas:
María, causa de nuestra alegría, acompañe nuestros pasos en el seguimiento fiel y gozoso del Señor Jesús. Llegue a todos mis más fraterales saludos.
P. Lorenzo Agosti
Tradate, 1 de octubre de 2012, memoria de santa Teresa del Niño Jesús.