Permanecer vivos y fieles cada día... sobre todo en verano

Queridos hermanos y laicos de la Familia pavoniana.

     Conocéis la gracia de nuestro Señor Jesucristo, el cual, siendo rico, se hizo pobre por vosotros para enriqueceros con su pobreza (2Cor 8,9). La mirada a Jesucristo, tal como san Pablo nos invita a dirigirla en la liturgia de la palabra del primer domingo de julio, puede convertirse en la clave de lectura de la experiencia que algunos de nuestros hermanos vivirán este mes al participar en el curso de formación permanente de Ponte di Legno. Para ellos será un tiempo de gracia. Pero también puede ser una ocasión de gracia para todos nosotros. Más todavía: lo es, si nos sentimos unidos a ellos e interpelados por la exigencia de la formación permanente, necesaria para todo hombre, para todo cristiano, para toda persona consagrada.

 

La formación permanente, cuestión de vida o de muerte

     La experiencia de nuestros hermanos en Ponte di Legno es para todos nosotros una llamada a darnos cuenta del significado y valor de la formación permanente a lo largo de nuestra vida. Porque no se trata tanto de participar en cursos, que periódicamente son indispensables, cuanto de renovar cada día las motivaciones que mantienen vivos los ideales que están en la base de nuestra vida y que nos mantienen entusiasmados y fieles a la vocación a la que el Señor nos ha llamado y que hemos abrazado.

     Esta es la formación permanente de cada día. Cotidianamente estamos llamados a volver a decir “sí” al Señor, según nuestra vocación. Y sabemos por experiencia que esto no es fácil ni barato.

     La repetición de los gestos, el desgaste de las situaciones, el cansancio del trabajo, la fatiga de las relaciones, el desaliento por las incomprensiones y los desencuentros, las provocaciones del “mundo” y nuestra fragilidad puede, poco a poco, hacernos sentir vacíos por dentro, desorientados, desilusionados. Y corremos el riesgo de situarnos en un terreno inclinado en el que nos deslizamos hacia donde nunca habríamos querido. Nos lleva a dudar del Señor y de nuestras opciones; nos lleva a poner en discusión su llamada y el sentido de nuestra vida actual.

     Y todo esto puede desembocar en diferentes salidas: o en arrastrarnos cansinamente en una vida gris e insignificante; o en aceptar componendas graves con respecto a los empeños asumidos; o hasta abandonar la opción de vida, que en el pasado aceptamos con gratitud y con libertad y responsabilidad ante el Señor y la Iglesia. Podemos no darnos cuenta, pero son todas salidas de “muerte”. Morimos por dentro, mueren nuestros ideales, muere nuestro amor preferencial por el Señor y por los pobres, muere nuestra fe. Podemos hacer todos los razonamientos que queramos, pero la realidad es la que es. No queremos reconocerlo, pero deberemos suscribir la derrota, que equivale a una muerte del corazón.

     Pues bien, un auténtico camino de formación permanente se convierte en un antídoto para esta deriva de derrota y muerte; de otro modo, ésta será inevitable.

 

Sin mí ni podéis hacer nada (Jn 15,5)

     Cada día nuestra vida es igual y, al mismo tiempo, diferente. Cada nuevo día no es exactamente igual que el anterior. Cada día recibimos la llamada a mantenernos fieles a lo que nos da la posibilidad de ser nosotros mismos y de vigilar con respecto a las “novedades” que nos llegan.

     Para nosotros, consagrados, dado que nuestra respuesta al Señor madura en un clima de profunda fe y de asidua oración, del mismo modo la perseverancia en ella no puede darse más que en este clima. Sin mí no podéis hacer nada nos dice el Señor. Si las preocupaciones y las distracciones que atraen nuestra atención nos desvían de este punto de referencia, sin darnos cuenta corremos el riesgo de encontrarnos faltos de la energía necesaria para vivir en el amor y la fidelidad. Debemos estar en guardia contra este peligro y recuperar siempre, de la forma más rápida posible, la intensidad de nuestra relación con el Señor, cultivada auténticamente en la meditación de la Palabra, en la celebración cotidiana de la eucaristía y recurriendo frecuentemente al sacramento de la reconciliación. Cuando olvidamos esta relación, nos exponemos a riesgos peligrosos. Sólo esta relación, sólida y convencida, nos permite ser fieles a los compromisos de la consagración, ser capaces de comunión fraterna, de sabernos entregar con generosidad en la misión que nos ha sido confiada.

     Estar en formación permanente significa vivir de forma unitaria estas dimensiones. Y es una gracia del Señor, que cada día requiere nuestra respuesta adecuada.

     Los consejos evangélicos constituyen el primer “banco de pruebas” de nuestra fidelidad. La castidad consagrada es un gran don, que llevamos en vasijas de barro (2Cor 4,7). Si perdemos de vista su valor evangélico y las precauciones necesarias para salvaguardarla, fácilmente podremos encontrarnos desorientados a la hora de estimarla y débiles para vivir sus exigencias. En nosotros es fuerte la concupiscencia y delicado el equilibrio de la madurez afectiva, mientas son intensas y provocadoras las sugestiones del mundo. ¿Quién nos asegura que vale la pena vivir así y no nos hemos equivocado al seguir al Señor en este camino? Junto con las ayudas psicológicas y humanas necesarias, ¿quién es determinante para superar cualquier duda sobre la validez del camino recorrido y para no añorar lo que hemos dejado, sino el Señor, sino la certeza de su amor y la plena confianza en Él?

 

Permanecer vivos y fieles cada día, como al principio…

     No todos entienden esto (Mt 19,11) dijo Jesús. A nosotros se nos ha dado entender y experimentar, aun con nuestras fragilidades. Hemos acogido la llamada a la vida religiosa por el reino de los cielos (Mt 19,12) porque nos hemos dado cuenta y seguimos dándonos cuenta de que la representación de este mundo se termina (1Cor 7,31). Los consejos evangélicos de la castidad y la pobreza constituyen este valor, esta preferencia que hemos dado, por inspiración de Dios y con la ayuda de su gracia, a las cosas fundamentales, las que no se terminan. El matrimonio y la posesión de bienes son cosas buenas, pero relativas al tiempo de esta vida. Pero todos estamos encaminados hacia la vida eterna. Y nosotros nos hemos puesto en esta perspectiva, que el Señor nos ha llamado a testimoniar ante nuestros hermanos de fe y ante el mundo. La vocación religiosa es una misión indispensable, como el evangelio nos dice, que Jesús quiere para recordar a todos que Dios es el valor absoluto, el sumo bien; para recordar que es necesario ponerle a Él en el primer lugar de la vida. Por su amor hemos dejado todo (Mt 19,27) y así, junto con este testimonio, hemos prestado y seguimos prestando nuestra disponibilidad al servicio del “reino de Dios”.

     De aquí se sigue el valor de la obediencia y de la comunión fraterna. Existe un proyecto de Dios en el que nosotros colaboramos a través de aquellos signos y mediadores de su voluntad que él mismo nos da (RV 49). Y después, más allá de nuestras limitaciones, vivimos con fe la obediencia y aceptamos a cada hermano como don de Dios. Nos fijamos en sus aspectos positivos y nos ayudamos recíprocamente a ser como el Señor nos quiere, sabiendo comprendernos, corregirnos y perdonarnos. Si no nos esforzamos por actuar de este modo, ¿Qué ejemplo estamos dando? ¿Cómo podemos “pretender” que en el mundo dejen de existir incomprensiones y odios, divisiones e injusticias, violencia y guerras, si nosotros, cristianos, consagrados, no buscamos el modo de poner en práctica el mandamiento evangélico del amor? Este mandamiento nos lleva a sentirnos unidos y a colaborar juntos en la misión común, que para nosotros, religiosos, implica la entrega total a la tarea que nos ha confiado la comunidad, al servicio de los jóvenes y de los pobres, según nuestro carisma.

     Vivir así es vivir en formación permanente. Tender a este ideal y a este estilo es la formación permanente. Estar en formación permanente es hacer de tal modo que nuestras fragilidades se transformen en recursos, en ocasiones para dejar espacio a la acción del Señor, que nos perdona y nos reintegra en su amor. Estar en formación permanente, por tanto, es no desanimarse en nuestra fragilidad, seguir adelante después de cada periodo de posible crisis, hallar siempre las motivaciones de nuestra vocación, cultivar cada día lo que es necesario para ser generosos y fieles a los compromisos asumidos. Estar en formación permanente es, en último término, mirar a Cristo, tener fija la mirada (Heb 12,2) en quien siendo rico, se hizo pobre por nosotros.

     El ejemplo de su sacrificio por nuestro amor y su gracia nos ayudan a estar vivos y ser fieles cada día, como al principio, con la misma alegría, la misma disponibilidad y el mismo entusiasmo que cuando dijimos “si” al Señor. Más todavía, con una entrega aun mayor, porque nos hemos purificado, hemos confirmado nuestras opciones y nos hemos fortalecido a través de la experiencia de la vida.

 

Estar en formación permanente

     Si esta es la formación permanente, entonces no es algo que tiene que ver sólo con los hermanos que van a encontrarse en Ponte di Legno entre el 10 y el 29 de julio. Ellos vivirán un momento especial para dar un impulso a su camino.

     Pero también todos los demás, en estos meses de julio y agosto podemos encontrar un estímulo para consolidar este enfoque de nuestra vida. Casi todos (en las tres Provincias de Italia, Brasil y España) tendremos ocasión de hacer ejercicios espirituales y darles valor en este sentido. Muchos tendrán unos días de vacaciones, que no ha que malgastar sino vivir en la óptica de nuestra identidad de vida.

     Acompañaremos con nuestra oración al diácono Pierre Michel Towada T., que el sábado día 7 recibirá la ordenación sacerdotal, en Burkina Fasso, del Arzobispo de Uagadugú, mons. Philippe Ouédraogo.

     Pidamos para él y para todos nosotros, religiosos y laicos pavonianos, la sabiduría de poder dar cada día solidez a nuestra vocación, cimentada sobre la roca (Mt 7,24), que es Cristo. En él os deseo todo bien.

P. Lorenzo Agosti

Tradate, 1 de julio de 2012, XIII domingo del tiempo litúrgico ordinario.