Queridos hermanos y laicos de la Familia pavoniana,
el principio del mes de noviembre se caracteriza por la solemnidad de todos los santos y la conmemoración todos los fieles difuntos; y su final, especialmente para nosotros Pavonianos, por la comienzo de la novena de la Inmaculada. Desde esta perspectiva (entre los santos y María) podemos profundizar en algún aspecto que ilumina y da un posterior significado al tema del nuevo año que caracteriza el camino de la Congregación: comunidad unida con los laicos.
¿Por qué somos comunidad? ¿Por qué estamos unidos entre nosotros, religiosos, y abiertos a la condivisión con los laicos? Para corresponder a un proyecto de Dios, que comenzó con nuestro Padre Fundador, en el interior del misterio del reino de Dios y de la historia de la Iglesia.
Leemos en nuestra Regla de Vida, al principio del capítulo sobre la vida de comunión: «Dios no quiso santificar y salvar a los hombres aisladamente y sin vínculo alguno entre ellos, sino reuniéndolos en un pueblo: su Iglesia» (112). Y más adelante: «A la Comunidad religiosa toca el cometido de hacer visible y testimoniar el misterio de la Iglesia en cuanto comunión» (114).
Comunión y santidad – Ningún cristiano es una isla
Nuestra vida de fe tiene una necesaria dimensión comunitaria. Si “ningún hombre es una isla”, como se titula un famoso libro del monje Thomas Merton, tomando la expresión del poeta John Donne, mucho menos lo es un cristiano y menos aún un religioso.
Ciertamente la fe tiene ante todo una dimensión personal. A cada uno de nosotros el Señor nos ha querido, amado, “santificado y salvado” personalmente, pero no sin un estrecho vínculo con todo el pueblo de Dios, con la Iglesia, en la que hemos recibido el bautismo. Y por Iglesia entendemos tanto la comunidad de los creyentes en Cristo, que camina en el tiempo, cuanto la comunidad de los que ya experimentan en Dios la dimensión de la eternidad. Es el misterio de la comunión de los santos.
Comunión y santidad. Santidad y comunión. Se trata de un binomio que puede describir lo sustancial de la vida cristiana.
Se ha escrito que «Dios quiere santificar...». Es Dios quien convierte al hombre en santo. Y la santidad es la vocación de cada bautizado. Recordemos el capítulo quinto de la Constitución dogmática dobre la Iglesia (Lumen gentium) del Concilio Vaticano II, titulado universal vocación y la santidad en la Iglesia.
Después del concilio esta afirmación se subrayó mucho porque, aunque en absoluto constituía una novedad, representaba de hecho un redescubrimiento muy estimulante. Tengo la impresión de que hoy se habla menos de ello. ¿Por qué? ¿Porque se trata de una verdad devaluada, ya lograda, o quizá porque se trata de una verdad nuevamente olvidada? Puede suceder que el término santidad ya no sea atractivo, porque corre el riesgo de ser entendido en su significado más pleno y fuerte, pudiendo aludir a algo separado de la realidad, lejano a la experiencia cotidiana. Es bueno, por tanto, recuperar su pleno valor, desde la palabra de Dios y las enseñanzas del concilio Vaticano II.
«Todos en la Iglesia ... son llamados a la santidad, según aquello del Apóstol: “Porque ésta es la voluntad de Dios, vuestra santificación” (1 Tes 4,3; Ef 1,4)» (LG 39a). «Todos los fieles, de cualquier estado o condición, son llamados a la plenitud de la vida cristiana y a la perfección de la caridad, que es una forma de santidad que promueve, aun en la sociedad terrena, un nivel de vida más humano» (LG 40b). «Una misma es la santidad que cultivan en cualquier clase de vida y de profesión los que son guiados por el espíritu de Dios y, obedeciendo a la voz del Padre, adorando a Dios y al Padre en espíritu y verdad, siguen a Cristo pobre, humilde y cargado con la cruz, para merecer la participación de su gloria. Según eso, cada uno según los propios dones y las gracias recibidas, debe caminar sin vacilación por el camino de la fe viva, que excita la esperanza y obra por la caridad» (LG 41a). «Quedan, pues, invitados y aun obligados todos los fieles cristianos a buscar la santidad y la perfección de su propio estado» (LG 42e).
Ser santos es ser cristianos, verdaderos discípulos de Jesús. Ser cristianos es ser santos. El santo es un verdadero cristiano, un cristiano auténtico. Un cristiano verdadero y auténtico es un santo. Y ser cristianos auténticos, ser santos consiste en amar a Dios sobre todas las cosas y al prójimo por amor de él. «El amor hacia Dios y hacia el prójimo sea la característica distintiva del verdadero discípulo de Cristo» (LG 42a). Si la santidad es esto, es decir, la plenitud de la caridad, entendemos bien cómo no puede dejar de estar siempre de actualidad y representar el corazón y el fin de la vida cristiana, que es un camino de continua conversión y de tensión hacia la santidad. Para que sea posible realizar este camino, el concilio nos recuerda también los medios necesarios para recorrerlo: «A fin de que la caridad crezca en el alma como una buena semilla y fructifique, debe cada uno de los fieles oír de buena gana la Palabra de Dios y cumplir con las obras de su voluntad, con la ayuda de su gracia, participar frecuentemente en los sacramentos, sobre todo en la Eucaristía, y en otras funciones sagradas, y aplicarse de una manera constante a la oración, a la abnegación de sí mismo, a un fraterno y solícito servicio de los demás y al ejercicio de todas las virtudes» (LG 42a).
Santidad y comunión - «Una santa conspiración»
El camino de todo cristiano hacia la santidad se realiza junto con los hermanos en la fe. La comunidad religiosa constituye un particular signo del misterio de la Iglesia como comunión y de la vocación de todos los bautizados a la santidad. Afirma el concilio Vaticano II: «Esta santidad de la Iglesia ... aparece de modo particular en la práctica de los que comúnmente llamamos consejos evangélicos» (LG 39a), es decir, en la vida consagrada.
En nuestra Regla de Vida, por lo menos en dos lugares, se cita el término santidad. En el párrafo sobre la naturaleza y misión de la Congregación: «Siguiendo a Cristo en esta vida religiosa, estamos seguros de poner en acto los dones y compromisos de la consagración bautismal con aquella plenitud que constituye para nosotros el camino hacia la santidad» (12). Y en el capítulo de la obediencia: «El servicio de unidad y la fidelidad obediente son garantía de cohesión y continuidad para la Congregación, en una santa conspiración y vigilancia común, que es camino de santidad y fuente de energía para el trabajo apostólico» (101).
En este segundo pasaje podemos entender cómo la vocación a la santidad es una realidad compartida y para compartir. Es un testimonio común de santidad el que la comunidad debe ofrecer, con la colaboración de todos. Citando al Padre Fundador, se habla de «santa conspiración y vigilancia común, que es camino de santidad». El Padre Fundador sueña y la Regla de Vida describe una comunidad toda fervorosa en el bien. Nos ayudamos recíprocamente a vivir como religiosos y a tender hacia la santidad. Y sentimos también el apoyo que nos viene de nuestros hermanos que ya están en el cielo: «En cuanto miembros de la Iglesia peregrina, nos sentimos en comunión con los hermanos del Reino celeste y nos reconocemos necesitados de su ayuda» (RV 19).
Los laicos que se acercan a nosotros, deseando compartir nuestro carisma, son a su vez estimulados a sentirse en comunión con nosotros y con la Iglesia y a tender a la santidad, según su vocación. Este es un camino esencial para construir y dar solidez a la Familia pavoniana.
Recordemos lo que afirmaba Henri Bergson: «Entre los hombres, los más grandes son los santos»; y la eficaz expresión de Léon Bloy: «No existe más que una tristeza: la de no ser santos».
Celebrar a los santos y honrar a María nos lleva a las raíces de nuestra vocación de cristianos y de pavonianos –religiosos y laicos–: ser hombres de Dios, expertos de comunión, personas con el corazón inflamado de pasión educativa (cf Doc. cap. 1).
Hacia la novena de la Inmaculada
Durante este mes podremos poner en práctica lo que nos señala la Regla de Vida: «Cada Comunidad celebrará una liturgia de sufragio por el hermano desaparecido y, cada año, hará memoria, en una celebración solemne, de todos los hermanos, familiares y bienhechores difuntos» (390).
En los próximos días visitaré las comunidades de México, y entre el 25 y 27 de noviembre participaré en Roma en la asamblea semestral de Superiores generales, con el tema “Justicia y cultura: recorridos de futuro para la vida consagrada”.
Preparemos bien la novena de la Inmaculada, a fin de que sean días intensos para la comunidad religiosa, para los laicos y colaboradores y para todos nuestros muchachos y nuestros fieles. Recordaremos particularmente en esos días a los aspirantes, los novicios y los religiosos jóvenes que se preparan para renovar sus votos. Entre ellos tendremos presentes a los seis jóvenes eritreos que el pasado 7 de octubre comenzaron el noviciado: Million, Yacob, Hagos, Mahari, Weldeab, Michaele.
Confiaremos a María Inmaculada a nuestros hermanos enfermos, suplicando para ellos la intercesión del Padre Fundador. Acaece en este periodo el centenario del milagro de Soncino, que ha permitido la beatificación del p. Pavoni. La circunstancia nos solicita a intensificar nuestra oración y a interesarnos de forma concreta en la obtención de su canonización.
María Inmaculada, a quien invocaremos el sábado día 14 como Madre de la Divina Providencia, acompañe nuestros pasos en el camino de la santidad, para realizar en cada uno de nosotros y en la Congregación el proyecto del Señor.
Os saludo y os deseo toda clase de bienes.
p. Lorenzo Agosti
Tradate, 30 de octubre de 2009.