Recordamos la muerte de Ludovico Pavoni, sabiendo que donde muere un santo nace siempre algo grande

Viento y lluvia al amanecer

            Las fuerzas austriacas del Castillo han cesado de bombardear. Esperan la llegada de las tropas que han vencido en Novara a Carlos Alberto. El p. Ludovico, que conoce la noticia, piensa que muy pronto las tropas austriacas tomarán la ciudad. Reza con fervor; después se decide.
            A las 12 de la noche del día 24 despierta a sus chicos y, con alentadoras palabras, les invita a prepararse para emprender un largo viaje. De madrugada celebra la Santa Misa por todos ellos; después baja a la calle en busca de un cochero. Monta a los más pequeños en el carruaje. Ordena al cochero que los lleve a Saiano y que, apenas les haya dejado en manos del p. Amus, regrese a la ciudad para recoger a los demás. Mientras tanto él se pone en camino con los mayores. El carruaje parte. El p. Ludovico sabe que no es prudente que salgan todos juntos, sobre todo porque algunos son ya mayores y la guardia austriaca podría sospechar de ellos.
            Los divide en pequeños grupos, indica a cada uno la puerta de la ciudad por la que tienen que salir y fija el lugar del encuentro al otro lado de la muralla, en el cruce de caminos que lleva a Saiano.
            Los diferentes grupos de muchachos han tenido el tiempo justo para salir de la ciudad. Un batallón de 1500 austriacos, guiados por el general Nugent, han salido de Mantua y se dirigen hacia Brescia.
            En el cruce de caminos, el p. Ludovico espera con ansia la llegada de los diversos grupos. Uno tras otro, los muchachos van llegando y él da un profundo suspiro de alivio, pero enseguida comienza a caer una lluvia insistente y fría. El viento se desencadena con furia.
            El p. Ludovico tose a cada paso, pero no deja de pensar en sus muchachos. Pregunta si todos están suficientemente abrigados, después dice: “Ánimo, hijos míos, descansaremos un poco en La Torricella”. En La Torricella vive su hermana Paulina. Se asusta al verles llegar tan mojados tiritando de frío. Enciende el fuego para que se calienten y sequen sus ropas. Prepara algo caliente. Exige a su hermano que se cambie la ropa mojada. Desearía que se quedaran en su casa, pero la lluvia ha cesado y el cochero está al llegar. Reanudan el camino.
            El carruaje no aparece por ninguna parte. La lluvia helada vuelve a caer; por segunda vez azota los frágiles cuerpos de los chiquillos y el cuerpo cansado y enfermo del p. Ludovico. Cuando divisan el carro, han recorrido ya 10 kilómetros y Saiano aparece al horizonte.
            Al hombre, que ha preferido proteger su caballo de la lluvia antes que venir a recoger a sus 50 chavales, el p. Ludovico le dice solamente: “¿Este era nuestro trato?”.

 Las campanas de Brescia

            Cuando llega a las puertas de la casa, el p. Ludovico está completamente agotado. A los padres que vienen a recibirle y que le esperan con ansiedad, les exhorta a que se ocupen inmediatamente de los chicos. Él con una sopa caliente se conforma.
            Pasa la noche sin pegar ojo: la tos y los ataques de asma le acosan sin cesar. Al amanecer abre la ventana y mira hacia Brescia preguntándose qué sucederá.
            Al amanecer del 26 de marzo, en la carretera que conduce a Brescia, cien voluntarios, capitaneados por Tito Speri, atacan a los 1500 soldados capitaneados por Nugent para que la ciudad pueda mientras tanto fortificarse. Después de dos horas de lucha, caen exterminados.
            Cuando Nugent llega a las murallas de Brescia, las campanas tocan a rebato. El pueblo no quiere rendirse en las cuatro horas que les han dado de tregua y grita: “¡Guerra!”. El p. Ludovico, desde el lecho donde le tiene inmóvil la fiebre, oye las campanas y queda horrorizado. Llama a sus pequeños sordomudos y reza con ellos. El estruendo de los cañones hace vibrar los cristales de las ventanas. El p. Ludovico está muy grave: la tos y la fiebre le van consumiendo. Sus manos aprietan firmemente el rosario.
            El p. Amus está convencido de que esta vez la muerte está a la puerta. Se arma de valor e invita al padre a pensar en el cielo. Al oír estas palabras, el rostro, deshecho por el dolor y el cansancio, se le ilumina con una sonrisa. El p. Amus le da la comunión y le administra la Unción de los Enfermos. Él repite con serenidad: “¡Fiat, hágase la voluntad de Dios!”.
            Pero la agonía durará algunos días más: será larga y penosa, como la de su ciudad en guerra. Allá abajo, en la zona de Torrelunga, la lucha se vuelve cada vez más sangrienta. Los austriacos se ven obligados a retirarse ante la resistencia que encuentran en las calles. Los cañones no dejan de tronar y las campanas de Brescia siguen tocando.
            El día 30, a las doce de la noche, llegan de Mestre los batallones de Badén imponiendo de nuevo la rendición. Los brescianos la rechazan. Haynau lanza una vez más bombas y proyectiles incendiarios. La lucha es horrenda. Escribe Garioni Bertolotti: “Tras las barricadas, por las calles de la ciudad, jóvenes y viejos, mujeres y niños, nobles, gente del pueblo y sacerdotes, rechazan uno tras otro los asaltos de los austriacos”.

 Donde muere un Santo, nace siempre algo grande

            El p. Ludovico oye el eco de los gritos de la batalla; piensa en los que caen y susurra: “¡Señor, ayúdalos!”. A sus hijos, que a pesar de la angustia no le abandonan ni un momento, les dice: “No os desaniméis, alzad los ojos al cielo, tened siempre un gran espíritu de fe y de caridad”.
            Viene a verle Pablo Guarneri, el labrador con el que recitó el Ángelus y a quien predijo su muerte. Quiere consolarle, pero al verle tan tranquilo y sereno no tiene palabras. Después se le oirá decir: “Estas personas tan santas no pierden la paz, ni siquiera ante la muerte”.
            Es el amanecer del Domingo de Ramos. Comienza la última de las “Diez Jornadas”. El eco de los disparos se va apagando poco a poco. Brescia está muriendo. En Saiano muere el p. Ludovico. Sus religiosos, a su alrededor no pueden contener las lágrimas. El p. Ludovico encuentra aún la fuerza para decir: “Tened fe, no os desaniméis. Dios, desde el cielo, rige y dispone el destino de los hombres. Haced siempre el bien a todos y amad a Jesús y a nuestra madre, la Virgen Inmaculada”.
            Sus últimas palabras son: “Queridos míos... adiós”.
            En Brescia y en los campos circundantes cae una lluvia suave, insistente, fría. Por las calles, los invasores avanzan incendiando..., pero la prosperidad renacerá de entre los escombros y el sol surgirá de nuevo sobre Brescia y sobre la Congregación del p. Ludovico, porque donde muere un santo, nace siempre algo grande.